Así que mamá, te cuento un poco porque sé que te he hecho un poco el lío por el Whatsapp, pero es que fue todo tan deprisa... Llegué un fin de semana antes para conocer a la familia y ver cómo me desenvolvía con el francés (fatal) antes de quedarme sola con los pequeños. Vino la madre de la familia a buscarme al aeropuerto de París-Beauvais a las 9 de la mañana. Había acabado la maleta esa misma noche, así que había dormido aproximadamente unas tres horas. Por cierto, el tema de la maleta, una locura. Pregunté para orientarme por el tiempo y que debía llevar y el tiempo que hacía, para orientarme, y obtuve un "Frío, calor, a veces llueve... Difícil de saber" como respuesta aclaratoria. Así que, a la aventura. Viajé con macuto, porque desde que Debora me enseñó las maravillas de la mochila y lo mal que me lo han hecho pasar en el erasmus, adiós maletas.
Del aeropuerto a la casa, en Cléry-en-Vexin, hay una hora en coche. Vexin es un parque natural de la región de la Ile de France. Aunque ya os hablé un poco del pueblo y la zona, no os podéis imaginar lo maravilloso que es. Cléry lo puedes recorrer de cabo a rabo en no más de diez minutos. Vexin es todo verde y amarillo, con campos kilométricos. Está salpicado de pueblecitos, todos con su palacete, sin excepción, y pequeños bosques intercalados, tan pequeños que si te pones un poco lejos puedes ver el macizo de árboles al completo, aunque desde dentro apenas llega la luz del sol de lo espesos que son.
Nada más llegar los niños se fueron a dormir y yo me fui con la madre a ver el atardecer en el mar desde el paseo marítimo. A la mañana siguiente me desperté a las 8 pensando que sería una hora prudencial, pero ellos llevaban ya siglos despiertos, tanto que les había dado tiempo a bajar a la pastelería a comprar croissants y pains au chocolat para el desayuno. Tras los postres de la comida y la cena empezaría a preocuparme de todo el dulce que comen, además del queso tras cada comida (de ésto último no me quejo en absoluto). Después fuimos a dar un paseo con los niños en sus patinetes y me contaron pedacitos de historias de Cabourg. Empezó a llover y corrimos al mercado a comprar parte de la comida, el pan (básico aquí) y el vino (uno de los mejores que he probado hasta el momento). Después de comer el bebé se echó la siesta, los mayores jugaron y yo intenté leerme un artículo de una revista de fitness. Por la tarde bajamos a la playa, en pantalón largo y abrigo. Cenamos a las 7 y los niños se fueron a la cama, y yo volví a dar otro paseo con la madre.
Por la mañana del domingo, la madre y yo salimos a correr después de desayunar. Tras la ducha y recoger las maletas, llegaron los padres del padre, y tuve mi primera comida familiar. Probé como unos caracoles de mar que sabían bastante curioso, y después de que el abuelo soplara las velas de su tarta, aprovechamos la siesta del bebé para el trayecto en coche. Cuando los niños se metieron en la cama (sobre las ocho y media), me tomé un té con la madre, como llevaba haciendo todas las noches anteriores, y me dio la planificación de la semana, con horarios e instrucciones. Empezaba el martes, y el lunes, mi día libre, me iba a conocer París... Pero eso es otro post. Ya había comenzado a enamorarme un poco de Francia, hasta de su horario europeo...