(un hogar en el fin del mundo)
Reconozco que no lo pensé mucho. Ni siquiera era mi primera opción. El destino fue caprichoso e hizo de Nueva Zelanda mi nuevo hogar. Recuerdo el día en el que publicaron las listas definitivas. Mandé un mensaje a mi madre con la noticia y lo único que recibí fue un triste: “ya hablaremos en casa”. Tendrían que verle la cara ahora cada vez que menciono ese lejano país. Le brillan los ojos.
Nada más y nada menos que 30 horas de vuelo repartidas en 4 escalas: Gran Canaria-Madrid-Dubái-Singapur-Melbourne-Wellington. Treinta intensas horas de vuelo en las que por primera vez pisé territorio asiático, viajé en un avión de dos plantas, lloré en un avión (me vi la última temporada de “Parks and recreation” y no lo puede evitar), pasé 48h sin dormir (y nada tenía que ver con salir de fiesta) y por supuesto experimenté el mayor jetlag de mi vida. Sentada en mi butaca oí a la azafata anunciar el inminente aterrizaje y desde la ventanilla del avión miré aquellas montañas nevadas. Fue amor a primera vista.
La universidad nada tenía que ver con la Carlos III, solo con decir que en la semana antes de los exámenes organizan la “no-stress week”, en la cual te invitan a desayunar y llevan cachorritos al campus como terapia… ¡Una gozada! Además los profesores eran de esos que se ven que disfrutan con lo que hacen, y de esos que te graban las clases para que si faltas puedas recuperar lo perdido.
En cuanto a mis compañeros de piso y vecinos… Lo mejor de lo mejor. Gente risueña, con mucha energía, ganas de explorar y una curiosidad contagiosa. Si algo me enseñaron fue eso, a ser curiosa, a preguntar como un niño. La de cosas que uno descubre cuando está rodeado de gente de tan diferentes lugares.
Y entonces nos enamoramos. Allí, justo unas casas más abajo. Era original. Llamativa. Era preciosa. The Garage Proyect, la cervecería más famosa de Wellington, patrocinó muchas de nuestras noches. Con sus paredes repletas de grafitis y las naves cerveceras a plena vista, ofrecía más de 10 tipos diferentes de cerveza casera. Para tomar allí o para llevar. En lata o botella. Uno de los mejores ejemplo de la alianza calidad-diseño que impregna el producto neozelandés.
El deporte es parte fundamental de la vida neozelandesa. Hacen de todo, así que estaba en mi salsa. A pesar de lo mucho que me gusta hacer deporte nunca fui de las que sale a correr. Sin embargo, poco tardé en acostumbrarme a calzarme las zapatillas cada día y echar a correr. Tenía la gran suerte de tener una maravillosa reserva natural justo detrás de casa. Correr en medio del bosque, tratando de no atropellar erizos y conejitos es más entretenido. Y así me enamoré del running, y es desde entonces que salgo a correr cada día, ya sean las 12 de la mañana o las 12 de la noche, haga sol o llueva (si es al más puro estilo Rocky Balboa, mejor). Subir a lo alto de una colina y ver la cuidad bajo las estrellas se convirtió en un pequeño placer diario. Madre mía, como echo de menos ver las estrellas.
A todo esto llegaron las vacaciones. Cogimos las maletas y pusimos rumbo a Sídney. Subimos el famoso puente, como años atrás había hecho Oprah, Kevin Spacey y medio Hollywood. Aunque nosotras lo hicimos mientras llovía a mares y con una tormenta que horas más tarde descargaría sobre la ciudad más de un rayo. ¡Casi morimos electrocutadas! Casi. Degustamos una hamburguesa a los pies de la Opera House, ante la atenta mirada de las gaviotas, que tengan por seguro, acabaran colonizando la capital. Fuimos a uno de los parques de atracciones más terroríficos del mundo. De lejos y de noche era precioso, con esa luces de colores y compartiendo escena con el imponente Harbour Bridge. De cerca era otra cosa… Además vi un “ZARA” después de mucho tiempo. A Nueva Zelanda no llega el ZARA, ni H&M, ni MANGO…Me quedé allí frente al escaparate. Casi lloro. Casi.
Pero aún quedaba lo mejor del viaje, Fiji. Al parecer para los neozelandeses Fiji es como Canarias para los británicos. EL PARAÍSO. Lo mejor: la gente, el tiempo veraniego en pleno invierno y la belleza del país. Lo peor: que casi muero dos veces. Aunque eso no tiene nada que ver con Fiji, sino con lo imbécil que soy. La primera vez no tuvimos en cuenta las mareas y volvimos al resort bordeando la isla con las mochilas en la cabeza y el agua por encima de la cintura… No se lo cuenten a mi madre. La segunda fue en medio del bosque (en Suva), donde me resbalé y estampé mi cara en una preciosa piedra junto a una cascada. Cierto es que no fui yo la que casi muere, sino mi cámara de fotos. PS: Querida réflex, si estás leyendo esto, LO SIENTO.
Recorrimos la isla principal en guagua (autobús), asustándonos con el pasado caníbal de la región y viajando en la parte trasera de camionetas ajenas. Visitamos también dos de las más de 300 pequeñas islas de este archipiélago. Una de ellas, Malolo, retrataba la imagen que tiene el mundo de las islas del pacífico. Una isla pequeña, de aguas cristalinas, hamacas, cocoteros y una pequeña selva. La otra, Ovalau, natural de los locales y donde nos sumergimos en la selva para visitar a la gente de la zona, y disfrutar de la comida típica. Pasé los últimos cuatro días de mi viaje sin mis compañeros. Cuatro días en los que me encontré con más españoles que en todo lo que llevaba en Nueva Zelanda, la friolera de ¡2! Tras estas tres semanas de vacaciones volvimos a Wellington, lamentando ya lo rápido que había pasado el tiempo hasta entonces. Estábamos a mitad del recorrido y aún quedaba demasiado por hacer.
Éramos asiduos a los bares de la zona, especialmente a los que tenían música en vivo o un billar en el que pasar horas y horas. Probamos todo tipo de restaurantes, llevando el paladar desde la más sencilla hamburguesa al salmón más exquisito y el vino más dulce. Paseamos por los jardines botánicos en plena noche para ver luciérnagas. Descubrimos las más espectaculares vistas desde los viejos búnkers de la ciudad. Visitamos museos, exposiciones, cines y mercados. Vivimos la emoción de ver a los All Blacks ganar su segundo campeonato mundial consecutivo y pudimos celebrarlo con ellos días más tarde en una cabalgata que sacó a toda la cuidad de sus casa y puestos de trabajo. Celebramos nuestra particular navidad en lo que para el resto del mundo era pleno verano. Y como medio mundo también disfrutamos de “Regreso al futuro” el 21/10/2015, eso sí en un cine drive-in y junto a un fantástico DeLorean.
La cuenta atrás comenzaba y empezaron a llegar las primeras despedidas. Aquel día Wellington celebraba el día de Guy Fawkes, así que todos nos reunimos para ir a ver el espectáculo de fuegos artificiales en la bahía. Sentados junto al mar disfrutamos de 20 minutos de pirotecnia. Y como no, nosotros también decidimos unirnos a la fiesta y tiramos nuestros propios fuegos artificiales. Con suerte mi “homie” sabía del tema, y no morimos en el intento ni incendiamos la casa.
El último día en Wellington decidimos ir a ver la última película de James Bond. Me sigue haciendo gracias cada vez que veo una película en versión original y de repente hablan en español. Humor inteligente, qué les voy a contar. La despedida sí que fue de película. Subidos en el tejado de la casa, ya con la única luz que las estrellas y luna proporcionaban, dejamos volar linternas chinas de papel (como en la película de “Lo imposible”). Estas linternas hay que encenderlas con un mechero o cerilla para que el calor haga que se infle la fina capa de papel, como lo haría un globo aerostático. El problema es que la zona en la que vivíamos estaba rodeada de árboles…Ya se lo imaginan, ¿no? Primera que lanzamos, primera que estrellamos contra un árbol… Todo salió bien, nosotros estamos bien y el árbol está bien.
Apenas quedaba un mes para volver a casa. Hicimos las maletas una vez más y pusimos rumbo a la isla sur. Descubrimos entonces que en los vuelos nacionales no tienes que pasar ningún control de seguridad más allá del control de pasaportes. También nos dimos cuenta cuan rácanas y sosas son las compañías aéreas europeas. Air New Zealand no sólo te da aperitivos y chuches por muy corto que sea el vuelo, sino que sus vídeos de seguridad son de los más originales.
Recorrimos más de 5.000 kilómetros, visitando las ciudades y regiones más bellas del país. Kaikoura, uno de los mejores lugares del mundo para ver ballenas. Christchurch, que sigue medio en ruinas tras el terremoto de 2011. Dunedin, la ciudad universitaria por excelencia y que además posee la Península de Otago, donde el avistamiento de fauna es muy habitual y donde me sentí como en casa entre tanta duna de arena. Dio tiempo hasta para el momentazo más friki del viaje. Con la banda sonora de “El señor de los anillos” en el coche, nos dirigimos hacia Mt Sunday, aka Edoras hogar de Theoden rey de Rohan, donde no quedaba otra que descubrirse ante el espectacular paisaje.
Tras pasar por Los Catlins nos dirigimos al punto más meridional del país, The Slope Point, donde una pequeña señal de madera señala al polo sur. Tendrían que habernos visto correr por la hierba junto al acantilado. Nos encanta el deporte, pero en ese caso corríamos por el frío... La siguiente parada fue Manapouri. Nos alojamos en una cabaña de madera de cuento, sin tele, sin casi electricidad, sin wifi… ¡pero con vino! Habíamos llegado a Fiorland y no nos quedó más remedio que levantarnos a las 6 de la mañana para poder coger el crucerito que nos llevaría al famoso Milford Sound. Puro espectáculo.
Y entones llego el momento que tanto estuve esperando, una de las principales razones por las que había elegido este país. Había llegado el momento de hacer puenting. El Nevis Bungy de 134m de altura y 8sg de caída libre dibujó una sonrisa en mi cara que aún me dura. Definitivamente, ¡Queenstown te da la vida!
Pasamos por Wanaka y subimos bordeando la costa oeste para ver los glaciares. Por el camino nos recorrimos interminables playas y oscuras cuevas que mostraban una vez más a un país, naturalmente hablando, de contrastes. La última aventura nos obligó a dejar el coche y ponernos a las espaldas las mochilas y la tienda de campaña. La ruta de más de 50km de Abel Tasman nos reencontraría con la naturaleza en su estado puro.
Cinco días más tarde allí estaba yo, de nuevo, donde todo empezó. Despidiéndome de todos y de todo y sobretodo, prometiendo volver.