miércoles, 30 de diciembre de 2015

El día que no tenía nada en la nevera

Bienvenidos a una de las situaciones que todo Erasmus de cualquier raza y condición ha sufrido, y en general, cualquier joven viviendo solo. Ya sea por h o por b, siendo h que no te queda dinero y b que estás tiradísimo en la cama y no puedes/quieres moverte, te encuentras un domingo a las 9 de la noche con la nevera totalmente vacía. Ni siquiera está el mítico limón viejo acartonado omnipresente en todas las neveras familiares porque, o bien no compras limón (¿para qué?), o bien lo has acabado con tequila.

Hace un par de días me tomé un café (de mi compañera de piso) con leche (de otro compañero de piso) en una taza que ni sé de quien era, con una de las pocas cucharillas que encontré (que no era mía). Busqué galletas pero nadie tenía. Y todo porque de repente te acuerdas de que se te ha olvidado hacer la compra. Han sido varias las veces que me ha tocado ir a por el desayuno nada más levantarme de la cama. Por lo menos por la mañana abre todo, el verdadero reto del Erasmus es la cena. Recordamos el horario europeo, aquí todo lleva cerrado horas.

Y ahora qué.

Es increíble la creatividad que desarrolla una en la cocina con tal de no ir al súper. Cocinar empieza a ser como un puzle, a ver como puedes encajar lo poco que te queda en un plato que resulte comestible. Al principio pensaba que como me viera uno de los jueces de Masterchef, o Diana en su defecto, iban a matarme. Al final acabé reconociendo que como me vieran, me iban a mandar directa a sus cocinas, porque con un pimiento, una cebolla y arroz pasé de hacer platos incomibles a verdaderas obras de arte. Los últimos días de diciembre, esos en los que apuraba para no tener que tirar nada al irme, lo que más escuché en la cocina fue: "¡qué bien huele eso!", "¡qué buena pinta, ¿puedo probar?". Pero todo tiene un proceso.

Cuando vino Diana a Nottingham empezó a hacerme la cena con nada que tenía en la nevera, pero llegábamos hipertarde a una fiesta en mi propia casa y ella tenía que arreglarse. Con las prisas y el estrés cometió el grave error de dejarme a mí de encargada de la cena. No os cuento el plato que le puse porque me da vergüenza, de verdad. Tengo la sospecha de que no me lo va a perdonar en la vida. Al día siguiente, por el contrario, con menos todavía en la nevera, me hizo un plato de pasta increíble, e incluso me dio para llenar un tupper y decorar un poco mis baldas del frigorífico. Ahí comencé a ver la magia. Y aprendí a hacer arroz en una olla de £4 sin tener que sacarlo rascando con espátula.

Por lo menos la compensé en la cena siguiente
Una de las cosas que me ha enseñado esta experiencia es de dónde viene la expresión "ser más listo que el hambre". Y a coger uvas o huevos ajenos sin que se note mucho. Ah, y lo poco valorada que tenemos la tortilla de patata, que es un manjar de los dioses y se hace con nada. No penséis que soy así de cutre siempre, tengo hasta menús semanales para organizarme las compras (mamá, te lo juro, créetelo), pero tengo que reconocer que empecé a hacérmelos bastante tarde, cuando yendo a por leche a las ocho de la mañana lloviendo, aprendí la lección. Y ahora tenemos cafés instantáneos que vienen con la leche incluida, para emergencias. Por no ir al súper.

domingo, 27 de diciembre de 2015

El día que volví a casa

Aunque hace un siglo que no escribo, volví justo cuando cumplía tres meses exactos allí (el 9 de diciembre). Nunca antes había pasado tanto tiempo lejos de mi casa, sin ver a mi familia. De hecho, lo máximo que puedo recordar haberme ido son dos semanas. Por muchos planes que tuviera en verano, siempre pasaba, aunque fueran un par de días para que me lavaran la ropa. Pues por fin protagonizaba mi primer anuncio de turrón, volviendo a casa por Navidad.

Mi hermana me va a regañar por esto pero voy a ser sincera: no quería volver. Si me hubieran dicho que me daban un mes más antes de Navidad, yo hubiera firmado. No es que no echara de menos mi casa, todo lo contrario, pero no tenía esa necesidad de volver que pensaba que me iba a comer por dentro, y que tanto miedo me daba. Había conseguido encontrarme a gusto, tener una rutina y una monotonía que romper todos los días, forjar mis pequeñas costumbres, hacerme con la ciudad y manejarla a mi antojo, mi lista de sitios que ver y probar y mi lista de míticos y favoritos, y muchos planes sobre la mesa. Por fin había encontrado mi hueco en esa ciudad, y de repente era hora de marcharse. 

Después de los agobios con los deadlines (que no cumplí), las maletas (que hice prácticamente al azar), despedirme de mis compañeros de piso con prisas y a trompicones y limpiar los restos de la última fiesta en nuestra common room (en la que justo metimos comida y daba grima cómo estaba), cogí mis maletas, y a duras penas llegué a la estación de autobuses. Tras un viaje horrible en autobús en el que me paseé por casi todos los aeropuertos de Londres, llegué a Gatwick, donde me esperaba mi vuelo de vuelta a Madrid. Ya en Gatwick empezaba a tener sensación de casa, porque todo el mundo, hasta la megafonía, hablaba español. Me dejaron facturar la maleta de mano porque el vuelo iba lleno, y con contracturas en la espalda por el ordenador que llevaba en el bolso (el señor sentado al lado mío me dijo muy amablemente que aquello no era un ordenador, era un transportable), me senté en mi asiento con ventana para dormirme de vuelta a España.

Así me anunciaba en SnapChat

Tengo un don. Un don que muchos desearían. Nada más despegar el avión (a veces ni eso), me quedo dormida, y me despierto con la sensación esa de vértigo que te entra en el estómago cuando empieza a aterrizar. Nunca he hecho vuelos largos, y de momento los cortos los paso así, dormida. Este vuelo me desperté en la mitad durante cuarto de hora y fue el cuarto de hora más aburrido de mi vida. Intenté leer un rato, y me volví a quedar dormida. Es magia. 

Llegué tarde, porque ni con algo tan preciso como los aviones puedo ser puntual. Mundo, no depende de mí, estoy destinada a llegar tarde a todas partes. Recogí mis maletas y tenía a mi madre, a mi hermano y a mi hermana esperando en la puerta, como en Love Actually. Nos dimos cien mil abrazos y besos, mi hermana se metió conmigo, mi hermano me llevó la maleta y discutimos en el coche por quién tenía razón sobre cómo salir del aeropuerto sin el peaje. Esto es casa. La tuve yo. Me pusieron ellos a mí más al día que yo a ellos, porque soy de lengua fácil y ya les había contado casi todo. Y cuando por fin subí a la casa nueva de mi madre, me esperaba su mítica tortilla de patata post-viaje, un montón de queso, una bandeja entera de donuts de mi pastelería favorita y polvorones. A ver si quepo en el asiento de vuelta en enero.

Así vivió ella mi vuelta (es una bloguera en potencia)


Aprovechando mi momento de debilidad de cuánto-os-he-echado-de-menos, el listo de Pepito me pidió que le llevara al día siguiente al instituto, y acepté encantada. Ana me dijo: "te vas a arrepentir", y efectivamente, tras cinco horas de sueño, a las siete y media de la mañana no me pude arrepentir más. Me dejé mimar por mi abuela a la hora de la comida, y a partir de ahí empezaron a correr las cervezas-reencuentro que aún siguen sucediéndose. El viernes fui yo la que fui a buscar al aeropuerto a mi papi, que llegaba de África, pusimos el árbol y el belén, y ya por fin, del todo todo, estaba de vuelta a casa por Navidad. Todo donde debía estar y como debía estar.




Y que no falte la foto postu

Ahora que ya no tengo excusa, empiezo a poneros al día de este mes que he estado perdida, así que ¡nos vemos pronto!